Liderada por Anne Hamilton-Byrne, una mujer que decía ser la reencarnación de Jesucristo, esta escalofriante secta australiana sometió a niños a tortura física y emocional y peligrosas ingestas de LSD por más de dos décadas. Con motivo de la salida de un libro y un documental acerca del grupo, Ben Shenton relata a “El Mercurio” los traumas que dejó en su alma aquel horroroso período de cautiverio. Guillermo Tupper.
(Artículo publicado en el Cuerpo Vidactual de El Mercurio. Diciembre del 2016)
El 14 de agosto de 1987, a las 7:30 de la mañana, un grupo de policías irrumpió una propiedad ubicada en Lago Eildon, en Victoria (Australia). Ese sitio rural, al que habían bautizado como Kai Lama, era el hogar de “La Familia”, un culto que había operado en el más completo sigilo por más de dos décadas. Advertidos por las denuncias de Sarah Moore, Antionette y Leanne —tres niñas que habían crecido en Kai Lama y escapado al régimen— la orden era evacuar a cerca de ocho niños que corrían riesgo de ser víctimas de experimentos con LSD. Entre ellos se encontraba Ben Shenton (44), quien, por aquel entonces, tenía quince años y respondía al nombre de Benjamin Saul Hamilton-Byrne. Sin embargo, al ver a la policía, su primera reacción fue de absoluta desconfianza.
“Yo quería quedarme, porque ese era el único mundo que conocía. Sabía cuáles eran sus reglas y, al obedecerlas, sentía que tenía control sobre ese mundo”, cuenta. “Fuimos llevados fuera de la propiedad y, no más de diez o quince minutos después, recuerdo haber pensado: ‘Esto es como terminar un capítulo. Tengo que comenzar otra vida’. En la noche, me tendí en una cama y fui chequeando todo lo que había dicho a lo largo del día. Nos habían enseñado a que, si le decíamos a alguien cualquier cosa de las que habíamos experimentado, nos íbamos a meter en serios problemas. Pensé: ‘no tengo que hacer más esto. Soy libre’. Fue una experiencia asombrosa”.
Desde su segundo año de vida hasta los primeros años de su adolescencia, Shenton fue parte de uno de los cultos más escalofriantes de la historia de Australia y uno de los pocos dirigidos por una mujer. Su líder, la carismática y cruel Anne Hamilton-Byrne, se presentaba como la reencarnación de Jesucristo y llegó a recolectar 14 niños a través de adopciones fraudulentas y “regalos” de seguidores. Entre sus enseñanzas, Hamilton-Byrne planteaba que el mundo se iba a acabar debido a un holocausto nuclear masivo y que sus niños iban a ser presentados como los salvadores del planeta. En la “preparación” para el evento, no solo los vestía de manera idéntica y blanqueaba sus cabellos de color rubio platino, sino que los sometió a brutales golpizas, días enteros sin comer y diversas formas de tortura emocional.
En medio del despertar “new age” de los 60 y 70, la gurú utilizaba una táctica similar sobre sus seguidores adultos, a los que elegía de la elite profesional pudiente de Melbourne bajo la promesa de una realización espiritual. Su ideología estaba basada en el karma —donde mezclaba elementos del cristianismo, el budismo y el misticismo oriental— y forzaba a sus seguidores —incluidos los niños— a tomar peligrosas cantidades de LSD y hongos psilocibios como parte de sus prolongadas ‘limpiezas’ una vez que se iniciaban en su camino. Cuando se habían sometido, ella demandaba dictar cada aspecto de sus vidas: desde cómo tenían que vestirse hasta elegir con quién debían casarse y con quién no, su vocación y dónde vivirían.
Ella aún vive
“Para ejercer un control total sobre los más chicos, el primer paso para Anne era romper los vínculos biológicos de la familia. El segundo, establecerse como la figura autoritaria suprema. Para eso, hizo un libro de reglas que incluía una larga lista de infracciones y castigos. Si mojábamos la cama, nos perdíamos las comidas del día o recibíamos correazos”, relata Shenton.
“(Cuando no estaba en la casa) ella llamaba regularmente para chequear si esas reglas se estaban cumpliendo. Si habíamos cometido cualquier infracción, ella quería escuchar nuestros gritos mientras recibíamos el castigo… . Yo crecí totalmente consciente de que Anne tenía el control completo de mi vida. Vivíamos en medio un completo terror y miedo hacia ella. Al mismo tiempo, la otra cara es que ella era muy cariñosa, cálida y hacía grandes cosas por ti. Vivías bajo el miedo, pero no era el 100% del tiempo. Querías complacerla, ser amado por ella, sabiendo que, si no lo hacías, las consecuencias eran aterradoras”.
A pesar de haber destruido familias y dejado a sus hijos adoptivos con marcas psicológicas de por vida —varios de ellos se suicidaron—, Hamilton-Byrne nunca pagó sus culpas en la cárcel. En 1993 fue arrestada por cargos menores de fraude y, junto a su segundo esposo, Bill Byrne, fue obligada a pagar una multa de 5 mil dólares. Hoy tiene 96 años y, hace más de una década, sufre de demencia y vive en un asilo de ancianos. Su historia, y la de sus víctimas, fue recogida en “The Family”, un documental dirigido por la neozelandesa Rosie Jones estrenado en el Festival Internacional de Cine de Melbourne, en julio pasado, y por un libro homónimo firmado por la misma realizadora y el periodista Chris Johnson. En ambos trabajos, los autores indagan en las experiencias de los sobrevivientes y el trauma emocional que los acompañó por años.
“Anne manejaba un poder demoníaco al que podía acceder a través de la mediación. Estas señales y maravillas están disponibles para cualquiera que practique brujería y misticismo oriental”, dice Shenton. “Ver el documental fue una experiencia muy emocional. Es difícil condensar 40 años de historia en 96 minutos, pero creo que es un buen trabajo que permite iniciar una conversación sobre los peligros que una ideología puede tener sobre las personas”.
La mujer del karma
Ben Shenton tenía apenas dieciocho meses de vida cuando pasó a ser parte de “La Familia”. Por aquel entonces, su madre, Joy Ethel Movitz, quien había vivido en Kai Lama, trabajaba como cuidadora de una propiedad perteneciente a los Villimeks, una acaudalada pareja dueña del “Newhaven”, un hospital psiquiátrico ubicado en Kew, Melbourne. En ese lugar trabajaban John MacKay y Howard Whitaker, dos cualificados doctores que integraban la secta. “Anne Hamilton reclutaba a pacientes del hospital y ponía a personas bajo tratamientos de LCD”, relata Shenton.
“Cuando cumplí 18 meses de vida, Anne le dijo a mi madre que iba a ser la cuidadora de sus oficinas centrales en Melbourne, llamadas Winberra. Fui entregado a Anne para ser criado como su hijo y mi madre prometió que no iba a tener nada más que ver conmigo. Mi nombre fue cambiado y crecí convencido de que Anne era mi madre”.
A comienzos de los 60, Ethel Movitz conoció a Hamilton-Byrne en las clases de yoga que esta última impartía en Toorak, Melbourne. Por aquel entonces, Joy luchaba con severos conflictos físicos y emocionales: una relación problemática con una pareja judía que había estado en la Segunda Guerra Mundial, varios abortos espontáneos y una enfermedad psicosomática que se agudizó a medida que su relación amorosa se deterioraba. “Ella decidió que estaba acabada y que no podía encontrar una salida”, cuenta. “Además, sufría de problemas degenerativos en los discos de su cuello. Tenía que estar de espaldas en su cama por el resto de su vida y los expertos en medicina eran incapaces de ayudarla. En sus propias palabras, se estaba muriendo”.
En las clases de yoga, Joy observó por primera vez cómo la gente conectaba con Hamilton-Byrne de una manera especial. El día anterior a que se practicara una cirugía exploratoria, y justo cuando iba a llamar para confirmar la hora, Hamilton la telefoneó. “Sus comentarios fueron: ‘no vayas al hospital. Déjame ir y yo te voy a sanar'”, relata Shenton. “Mi hermanastro mayor, o su primer hijo, recuerda que abrió la puerta y escuchó cómo Anne le decía: ‘sígueme el resto de tu vida y te voy a curar’. Le ofreció una salida. A partir de ese punto, mi mamá se pudo levantar y empezar a caminar después de seis semanas y, dentro de un año, ya era capaz de funcionar sin un dolor increíble. Ella decía que Anne la había sanado, que le había comprado una espalda del ‘otro lado'”.
Además de su discurso lleno de misticismo, Hamilton-Byrne tenía un carisma arrollador y una presencia llena de glamour. Usaba perlas y perfume Chanel, tocaba el arpa y cantaba como soprano. Siempre lucía un frondoso pelo rubio y ondulado. Para reclutar a sus fieles —muchos de ellos, reputados académicos y miembros de la clase alta australiana— fingía amar a las personas e interesarse genuinamente en ellos para después manipularlos. “El perfil que buscaba era gente de muchos recursos económicos”, dice Shenton. “Ella iba detrás de ellos, detrás de su dinero, influencia y poder. Y, cuando los dejaba secos, se ponía feliz al desecharlos, si es que ellos causaban algún problema”.
—¿Cómo Hamilton lograba convencer al resto de seguir su ideología?
“Ella le revelaba a las personas: ‘tienes karmas de vidas pasadas y esa es la razón por la que estás sufriendo divorcios, por la que estás lidiando con la muerte de un hijo, por la que todas estas cosas horribles te están pasando’. En su calidad de maestra, ella había pagado por los karmas de sus vidas pasadas y todo lo que tenían que hacer era seguir lo que ella dijera para evitar coger un nuevo karma. Cuando murieras, te habrías convertido en alguien con consciencia divina y no necesitarías volver a la Tierra para trabajar en ningún karma”.
La sagrada familia
De lunes a domingo, la rutina de vida en “Kai Lama” se mantenía casi invariable. La casa estaba separada entre la pieza de los niños (que también era duplicada como un salón de clases) y los cuartos de las niñas. Shenton y sus compañeros se levantaban a las 5:00 de la mañana para iniciar una jornada que incluía varias sesiones de hatha yoga y meditación, clases y comidas con estrictos menús vegetarianos. Los fines de semana tenían leves diferencias: el desayuno y el almuerzo se juntaban en un “brunch” y las piezas de los niños eran minuciosamente inspeccionadas. Ninguno de ellos podía traspasar los límites de la propiedad sin la supervisión de los adultos.
Cada vez que los niños cometían una infracción al libro de reglas escrito por Hamilton-Byrne, eran sometidos a una serie de castigos. Uno de ellos consistía en perderse las tres comidas diarias. Otro, en alinearlos a todos afuera, frente a cubetas de agua colocadas en un banco. “Nos daban de correazos y luego sumergían nuestras cabezas en las cubetas mientras nos preguntaban: ‘¿te robaste las tablas de Vitamina C? ¿te robaste el violín extraviado?’. Sostenían tu cabeza bajo el agua durante 20 segundos… te sacaban la cabeza, hacían las preguntas de nuevo y te sumergían otra vez. Eso duraba un par de minutos”, recuerda Shenton.
A la edad de 14 años para los niños, y a la de 16 para las mujeres, Anne autorizaba la ingesta de LSD y hongos psilocibios. Esto formaba parte del proceso para convertirse en miembros practicantes de la secta. “En adición, había un cóctel de medicamentos que nos daban a diario: Mogadon, Valium, Tegretol… . Anne daba las prescripciones a los doctores de la secta y ellos los conseguían”, dice Shenton.
“Los miembros de la secta trabajaban sobre ti, para tratar que recordaras vidas pasadas, confesaras tus fantasías sexuales, etcétera. Todo esto ocurría a medida que alucinabas. Anne quería que confirmaras lo que ella decía: que tenías un mal karma de vidas pasadas y que ella lo había eliminado porque era la reencarnación de Jesucristo. Esto fue una experiencia muy traumática para los que yo llamo mis hermanos y hermanas mayores. Yo tenía 15 años cuando fui rescatado de la casa, por lo que, afortunadamente, no tuve que pasar por eso. La considero una increíble bendición”.
El gran escape
—¿De qué forma usted pudo sobrevivir en ese ambiente?
“Es interesante. En ese momento, es casi como crecer sin un brazo. Te pones en un modo de supervivencia. La forma que yo tenía de controlar este ambiente, sobre el cual no tenía ningún control, era aliarme con la autoridad. Lo que fuese que Anne, las tías o los cuidadores dijeran, yo lo seguía al pie de la letra de la ley. Cuando era muy joven, si alguien estaba cometiendo una infracción, yo confesaba que lo había hecho. Era más fácil recibir el castigo y detener una agonía prolongada. Me daban la bofetada y todo iba a estar bien. Después de un tiempo, me di cuenta: ‘¿qué estoy haciendo?. He visto a otras personas cometer esa infracción, los voy a acusar. Es mucho más fácil’. El problema con eso es que no iba a hacer ningún amigo. Hasta mis quince años, estuve incapacitado de relacionarme con la gente de mi misma edad y era muy vulnerable cuando me enfrentaba a figuras autoritarias. Ellos podían hacerme cualquier cosa y yo la aceptaba sin cuestionármelo, incluso, si sabía que eso estaba mal. Era muy inseguro, lleno de confusiones. Esos fueron los efectos colaterales que me dejaron para superar”.
La liberación de los niños cautivos en “La familia” solo fue posible gracias a la huida de Leanne, Antionette y Sarah Moore, tres de las jóvenes de la secta que habían tenido contacto con el mundo exterior. La primera era una eximia bailarina de ballet a quien Hamilton-Byrne le impidió hacer roles principales en sus recitales; la última, una de las más afectadas por las golpizas y el abuso de LSD. Ambas dieron con un investigador privado que manejaba información sobre Hamilton-Byrne y estaba convencido de que ella no era lo que decía ser. “Ellas rompieron la gran muralla”, dice Shenton. “Había otro mundo ahí afuera y ellas iban a hacer todo lo posible para ser parte de él. En algún sentido, ellas nos arrastraron a eso, con un gran costo personal. Me siento muy en deuda con las tres”.
A pesar de que hoy goza de un presente feliz (está casado hace 24 años, tiene un hijo y trabaja hace más de dos décadas en IBM, donde es gerente de proyectos), Shenton admite que su inserción a la sociedad no fue fácil. Durante mucho tiempo, tuvo que lidiar con un pesado sentimiento de depresión del cual solo se pudo sacudir cuando se convirtió en un cristiano nacido de nuevo. “Fue muy difícil para mí tratar de integrarme a la sociedad y relacionarme con las personas. Solía perderme cuando usaba el transporte público, sin saber cómo este funcionaba, y tuve conflictos a la hora de integrarme en el colegio”, cuenta. “Algunos de mis ‘hermanos’ han debido lidiar con adicciones a las drogas. Muchos han tenido serios conflictos a la hora de mantener una relación comprometida”.
El 2012 fue la última vez que Shenton visitó a Hamilton-Byrne. Lo hizo con Joy, su madre, a pesar de que la gurú le había dicho a ella que no debía ver más a su hijo. Ese año, Ben fue a Lago Eildon con su familia, visitó a sus hermanos en Sydney y fue a ver a Anne a su casa de reposo. “No reconoció quién era yo pero sí reconoció a Joy. Para mí fue como cerrar la puerta”, dice.
“¿Si la secta continúa vigente? Hay un grupo de personas repartidas en Melbourne y algunas partes de Inglaterra. Anne tiene un grupo de seguidores que todavía va a verla, pero es un número muy disminuido en comparación a lo que solía ser. Están revoloteando como buitres alrededor del cadáver, esperando por su dinero”.
—¿Hay algo que le hubiese gustado decirle?
“Que lo que hizo y autorizó hacer, justificado por sus creencias, es criminal. Y que la perdono y entrego su caso a Dios para que la juzgue cuando ella se presente frente a Él. He dedicado mi vida a mostrar a la gente el daño que ocurre cuando la gente rechaza la verdad de Jesucristo. Haciendo referencia a todo lo que hizo, veo que, a lo largo de toda la historia, la humanidad construye ideologías que se usan para cegarnos a la realidad de Dios. Así ahogamos nuestras conciencias que nos advierten de las consecuencias de esta locura”.