ADVERTENCIA: ¡NO hagáis esto en casa! El Autor no se hace responsable de los daños causados por la utilización de los métodos e ingredientes mencionados en este artículo. Pero eso da igual, si alguno lo intenta, que me lo diga, que ya nos reiremos un poco. (Por cierto, este artículo lo escribo a petición popular y para responder a las preguntas hechas a raíz de la publicación de “Cómo los romanos se limpiaban el trasero…”)
De madrugada en Roma.
Las primeras luces del día asoman ya entre los tejados rojizos de las ínsulas y las columnatas de mármol nacarado de los templos. La niebla comienza a separarse del suelo silenciosa, ignorando el canto de los primeros gallos a los que no les importa el ritmo circadiano humano, y menos cuando hay festejos en el Coliseo. Estamos en el Vicus Patricius, una de las principales calles de la Roma Imperial que nos lleva desde el Foro hacia la Puerta Pretoria, en el este de la ciudad. Al ras del suelo pavimentado de piedra basáltica, justo cuando la bruma empieza a levantar, vemos un par de sandalias de piel de bovino, deambulando erráticamente bajo los pies de lo que parece un hombre, y lo es. Un soldado para ser exactos, a juzgar por las numerosas cicatrices ganadas en el campo de batalla, cortes oblicuos tan largos como un dedo que con el tiempo han pasado a ser recuerdos cerosos en la piel.
No sin esfuerzo, el legionario se acerca a un muro junto al cual distinguimos una urna metálica poco adornada, pero con agarraderas sólidas que asemejan caballitos de mar embistiendo a un rival. Entonces se escucha un chasquido como el que hacen los cantos planos lanzados por los niños al rebotar sobre la superficie del agua, luego otro, y otro, hasta que la cadencia se vuelve torrente. El borrachín se está aliviando en una vasija situada justo en la puerta de una fullonica, una lavandería, donde la orina se utilizaba como detergente. Así, tal cual.
Urinal en la fullonica de Veranius Hypsaeus en Pompeya. |
Como puede suceder ahora, las fullonicas eran responsables del cuidado de las togas y, si alguna era dañada durante el proceso de lavado, debían pagar una compensación. Aún así, las fullonicas eran un buen negocio, tanto que el emperador Vespasiano, al llegar al poder y encontrarse con las arcas vacías, se inventó un impuesto para gravar la recolección de orina en los baños públicos, el urinae vectigal, tributo por el que su propio hijo Tito le reclamó por la naturaleza “asquerosa” del asunto. El historiador romano Suetonio nos cuenta que Vespasiano colocó una moneda de oro bajo las narices de Tito y le preguntó si olía a algo, el menor dijo -¡No! – a lo que su padre respondió – Atqui ex lotio est (y eso que viene de la orina) – dejando para el futuro el llamado Axioma de Vespasiano,Pecunia non olet (el dinero no apesta), para referirse a que el dinero es válido sin importar su procedencia. Por ello, el nombre del emperador aún se asocia con los baños públicos en algunos países de Europa: vespasiani en Italia, vespasiennes en Francia y vespasiene en Romania. Por cierto, el autor William Dietrich nos cuenta en su novela “La Corona de Espinas”, que las tropas napoleónicas también recolectaban la orina para lavar los uniformes de la soldada, pues aparentemente era muy buena para quitar manchas de sangre. Además, estoy seguro que en algún lugar del mundo la práctica de los fullones continua.
Bueno, espero que hayamos aprendido algo, al menos esa es mi intención, y espero también volver pronto con una nueva anécdota sobre la vida diaria en el mundo antiguo. Pero -¡espera! ¿No había dicho que la orina se utilizaba para cosas peores? – Es verdad, nuestros ancestros romanos también usaban la orina como enjuague bucal para blanquearse los dientes. Ahí lo dejo, y repito la advertencia del principio, ¡no hagáis esto en casa! Que no respondo.