Fue una de las mujeres más singulares y por desgracia desconocidas de la España del siglo XVI. Decía sufrir visiones que le permitían adelantar acontecimientos futuros y con sus vaticinios desafió al mismo Felipe II y al status quo de su tiempo. Encarcelada por la Inquisición, sufrió lo indecible para demostrar que sus sueños no tenían un origen demoníaco.
por Óscar Herradón
En tiempos de Felipe II la superstición daba la mano a la religión oficial. Eran tiempos difíciles, donde convivir con el miedo al maligno era algo de lo más habitual.Y quien más sufn’a, como siempre, era el pueblo. Precisamente de los estratos más humildes de la sociedad surgió una mujer que acabaña pasando a la posteridad por sus relevantes sueños de corte profetice y por su desafío a la misma Corona hispana: Lucrecia de León.
Nació en Madrid, entonces ya capital del Imperio, el año 1567; hija del pasante don Alonso Franco de León, cristiano viejo, su madre, doña Ana Ordóñez, tejía y vendía telas en las casas de los nobles de la capital debido a los escasos recursos de la familia.Ya desde muy joven Lucrecia sorprendía a los suyos con sus extrañas visiones. Solía despertarse en medio de la noche, exaltada, entre gritos, y le contaba a sus progenitores historias que éstos no acababan de comprender pero que parecían anunciar acontecimientos de gran relevancia. Lo que en un principio parecía una carga, acabó por ser una forma nueva de sacar algún ducado, cuando las vecinas de la familia acudían a escuchar sus predicciones. La fama de Lucrecia era cada vez mayor; más y más clientes se arremolinaban en torno a su vivienda rogando por escuchar de su boca cuál sería su destino. Un día, Juan deTebes, pariente de la familia y muy aficionado a horóscopos y vaticinios, sorprendido por el don de la joven, decidió que debía hablar del asunto con uno de sus amigos, el religioso don Alonso de Mendoza, canónigo de la catedral de Toledo muy relacionado con la corte de Felipe II, aunque contrario a los Austrias.
Profundamente interesado por sus “visiones”, el religioso decidió que debían ser transcritas, y entre los años 1587 y 1591, en numerosas sesiones, Mendoza, con la ayuda de fray Lucas de Allende, anotó todas y cada una de las predicciones de la joven, toda una heroína entre un pueblo cada vez más asfixiado por la política fiscal y las bancarrotas de la Corona. La razón de su éxito fue que en sus vaticinios oníricos Lucrecia anunciaba nada menos que la destrucción de la España de los Austrias, con la muerte de Felipe II y de su hijo, el príncipe Felipe, y también la caída de la Iglesia católica. En un tiempo tan oscuro, la joven vidente iniciaba un peligroso camino que no podía acabar bien. Con la presión de los religiosos, Lucrecia experimentaba cada vez más sueños de tipo profético, hasta treinta al mes. Más y más pergaminos eran rellenados con sus prédicas… hasta que sucedió lo inevitable.
EN MANOS DEL SANTO OFICIO
Eran tiempos en los que la doctrina de los iluminados o alumbrados, que en algunos de los principales núcleos urbanos de la Península predicaban una unión directa con Dios, sin intermediarios, se habían convertido en objetivo de la Inquisición, pues desafiaban con sus proclamas heréticas el orden establecido. Muchos consideraban a Lucrecia una farsante, pero lo cierto es que algunos de sus vaticinios sí que se cumplieron: el más relevante de sus aciertos fue el de la derrota de la Gran Armada un año antes de que la gigantesca flota de Felipe II se dirigiera a las costas inglesas y la muerte de Alvaro de Bazán, primer marqués de Santa Cruz. Tras la derrota de la Grande y Felicísima Armada, como era de prever, se tuvieron muy en cuenta las palabras de la visionaria madrileña, puesta en el punto de mira del Santo Oficio. Por aquel entonces ya había comparado al segundo Felipe con el último rey visigodo Don Rodrigo, y su derrota frente a los musulmanes, anunciando el regreso del infiel para el año 1588 -el mismo de la derrota de la Armada-, que acabaña con todos los cristianos salvo con aquellos que se refugiaran en el interior de las murallas de Toledo y en la Cueva de Sopeña, de incierta ubicación. Precisamente esta cueva era la sede de la Congregación para la Nueva Restauración, que tenía a Lucrecia como heroína y promulgaba la llegada de un nuevo rey que trajera la salvación a España. Cuentan que el mismo Juan de Herrera, arquitecto al servicio de Felipe II, formaba parte de este grupo sedicioso, aunque no hay datos que lo corroboren. Entonces era Diego de VitoresTexeda, su prometido, el encargado de transcribir sus sueños profeticos.
Quien despertara el recelo del monarca español fue su confesor, don Diego de Chaves, que ordenó que arrestaran a la vidente acusándola de sedición. No tardaría la Inquisición en abrir un delicado proceso contra ella, acusándola de distintos delitos contra la fe católica -errores y herejías, profecías falsas, blasfemias…-además de atacar al rey más poderoso de su tiempo anunciando “la extinción total de su progenie”.
No era de extrañar que con tamañas afrentas Lucrecia fuera considerada un peligro público en tiempo de azote de herejes. No sabemos sin embargo hasta qué punto sus consejeros espirituales -fray Lucas de Allende y su hermano Cristóbal, quien al parecer acondicionó la célebre Cueva de Sopeña-, tergiversaron sus visiones para dotarlas de un contenido político favorable a su causa y portante contrario a los Habsbur-go. En la cárcel y tras muchos interrogatorios, Lucrecia tuvo una hija de Diego de Vítores, de la que por suerte no la separaron.
Tras el largo proceso, lleno de irregularidades, se obligó a la acusada, en un auto de fe el 20 de agosto de 1595 que tuvo lugar en el patio del Convento dominico de Santo Domingo, en Toledo, a lucir el inefable sambenito y una cuerda en el cuello, además de portar un cirio encendido. Fue encontrada culpable de varios delitos -muy graves- entre ellos blasfemia, sedición, falsedad, sacrilegio e incluso pacto con el diablo; por mucho menos otros en su tiempo eran condenados a la pena máxima, pero gracias a los personajes influyentes en la corte filipina que siguieron con atención sus “profecías”, protegidos en la sombra que velaron por su integridad física -probablemente también Juan de Herrera-, Lucrecia de León fue sentenciada únicamente a abjurar de levi, a recibir cien azotes, al destierro de Madrid y a dos años de reclusión en el hospital religioso San Lázaro deToledo.Tras quedar libre, desapareció de la historia, dejando más misterios que certezas en torno a su arriesgada andadura vital.